En nuestra familia, el perdón no era solo una enseñanza bíblica, sino una práctica viva que mi abuelita encarnó hasta el final de sus días. La Escritura dice que debemos perdonar “setenta veces siete” (Mateo 18:22), y aunque de niño me parecía una tarea imposible, con el tiempo comprendí lo que realmente significaba: un perdón sin límites, tan grande como el amor de Dios.
Mi abuelita nos lo enseñó con su ejemplo. Era una mujer sencilla y fuerte, que cargaba sus propios dolores y alegrías con la misma serenidad. Recuerdo que en sus últimos días, me dijo algo que quedó grabado en mi corazón: “He perdonado a todos los que alguna vez me hicieron daño.” Lo dijo con una paz tan profunda que parecía haber dejado atrás cualquier rencor o peso innecesario. Ese gesto suyo, tan simple y a la vez tan grande, me mostró que el perdón es un regalo que nos damos a nosotros mismos: nos libera, nos sana y nos devuelve la paz.
Lo más hermoso y significativo es que mi abuelita partió de este mundo a los 70 años con 7 días. Mi mamá siempre decía que ese detalle era un recordatorio silencioso y amoroso de ella, una forma de decirnos que el perdón infinito —“setenta veces siete”— había sido cumplido en su vida. Y no como un número literal, sino como un símbolo de un amor inagotable y una misericordia sin medida.
San Juan Crisóstomo, uno de los grandes Padres de la Iglesia, lo explicó así: “Cristo no pone un número para que contemos las veces que perdonamos, sino para que comprendamos que el perdón no debe tener límites. Así como Dios nos perdona constantemente, nosotros debemos perdonar sin medida a nuestros hermanos.” Para él, el perdón no es una obligación pesada, sino un acto de imitación de Dios, quien nos muestra su misericordia día tras día.
San Agustín, por su parte, veía en esta frase el símbolo de la plenitud: “El número siete simboliza la perfección, y al multiplicarlo por setenta, se nos enseña que el perdón debe ser pleno, perfecto y sin fin. Al perdonar, sanamos nuestro propio corazón, liberándolo del resentimiento.” Mi abuelita lo vivió plenamente; su decisión de perdonar todo le permitió partir en paz, con un corazón limpio y reconciliado.
San Jerónimo, el traductor de la Biblia Vulgata, decía que Pedro pensó ser generoso al sugerir perdonar siete veces, pero Jesús, con su respuesta, nos invita a superar la justicia humana y actuar con caridad divina: “Perdonar setenta veces siete es reflejar la infinita paciencia de Dios.”
Finalmente, Origen de Alejandría nos enseñaba que el perdón no solo libera al ofendido, sino que ofrece al pecador la posibilidad de arrepentirse: “Quien perdona setenta veces siete coopera con Dios en la conversión de su hermano.” Mi abuelita comprendía esto, quizás sin estudiarlo en libros, pero lo vivió con una sabiduría que solo puede venir de un corazón en sintonía con Dios.
Pensar en ella me lleva a reflexionar sobre lo difícil que puede ser perdonar, pero también sobre lo necesario que es. Jesús mismo nos dio el ejemplo al perdonar desde la cruz cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Si Él pudo perdonar en medio del sufrimiento más profundo, ¿cómo no vamos a intentarlo nosotros? El perdón no borra lo que pasó, pero transforma el presente y nos permite mirar hacia el futuro con esperanza.
Cada vez que escucho las palabras “setenta veces siete”, pienso en mi abuelita. Pienso en sus manos arrugadas, en su sonrisa cálida y en la paz con la que partió. Ella me dejó una lección imborrable: perdonar siempre es posible, porque el amor de Dios no tiene límites, y nosotros estamos llamados a reflejarlo en nuestra vida.