"Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna."
(Juan 3:16)
En estas palabras de Jesús resuena la magnitud del amor divino: Dios nos amó tanto que nos dio a su Hijo único. Este dar no es solo un gesto, sino un regalo eterno, una entrega total que se hizo visible en el sacrificio de la cruz. Sin embargo, este amor no se limita al pasado ni al futuro; es un regalo vivo que se nos da aquí y ahora en cada celebración de la Eucaristía.
San Juan Crisóstomo, en sus catequesis, nos invita a contemplar la grandeza de este don con estas palabras:
"Cristo mismo se convierte en nuestro alimento. No se contentó con hacerse hombre, cargar con nuestros pecados y morir por nosotros; también quiso unirse a nosotros más estrechamente, haciéndonos un solo cuerpo con Él."
San Agustín, en su comentario sobre el Salmo 33, nos ofrece otra perspectiva sobre este misterio al afirmar:
"¡Oh sacramento de piedad! ¡Signo de unidad! ¡Vínculo de caridad! Quien desea vivir, tiene dónde vivir. Tiene de qué vivir. Acérquese, crea, sea incorporado, para que reciba la vida eterna."
Aquí, Agustín destaca cómo la Eucaristía es el lazo que une a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, recordándonos que no somos solo individuos, sino una comunidad viva en Cristo.
Un Regalo que Transforma
Este regalo eterno no solo nos alimenta espiritualmente, sino que nos transforma. Así como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, quienes comulgan son transformados para vivir como Cristo en el mundo. San Juan Crisóstomo, meditando sobre esta unión, exclama:
"¡Qué asombroso misterio! Él nos da su carne para que seamos su cuerpo; nos alimenta con su sangre para que seamos unificados en Él!"
En los apotegmas de los Padres del Desierto también encontramos ecos de esta transformación. Abba Pimen, por ejemplo, decía:
"El alma que ha probado el amor de Dios en la Eucaristía ya no puede ser la misma. Este amor la consume, la moldea y la hace luz para los demás."
Cristo no nos da solo un alimento para el cuerpo, sino el alimento para la vida eterna. Este regalo nos eleva más allá de lo terrenal, nos introduce en el cielo mismo y nos une al amor perfecto de Dios.
El Regalo Eterno del Presente
En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo en la cruz se actualiza de manera sacramental. El altar se convierte en un puente entre el tiempo y la eternidad, entre el cielo y la tierra. San Juan Crisóstomo lo explica magistralmente:
"Lo que está en el cáliz no es obra de un hombre, sino del Espíritu Santo. Así como el fuego transforma el hierro en fuego, aunque sigue siendo hierro, así también el Espíritu Santo transforma los dones en el Cuerpo de Cristo, aunque parecen pan y vino."
San Cirilo de Jerusalén, en sus catequesis mistagógicas, añade:
"No te acerques al Pan y al Vino como si fueran simples alimentos. Son el Cuerpo y la Sangre de Cristo, dados para la salvación del alma y el cuerpo, para la vida eterna."
Este regalo del cielo trasciende el tiempo porque, en cada celebración eucarística, participamos en el sacrificio único de Cristo. Es un presente eterno, un regalo que Dios nos da una y otra vez para sostenernos y santificarnos.
Un Llamado a Responder al Regalo
Recibir la Eucaristía no es solo un acto pasivo, sino una invitación a vivir de acuerdo con el don recibido. Como dice San Juan Crisóstomo:
"Si has recibido el Cuerpo de Cristo, no lo niegues a los hambrientos. Él se ha hecho tu alimento; hazte tú el alimento para los demás."
San Basilio el Grande complementa esta idea diciendo:
"El que comulga con Cristo en la Eucaristía debe convertirse en Cristo para el prójimo. Cada acto de caridad, cada palabra de consuelo, es un eco del sacrificio del altar."
Estas palabras nos recuerdan que el amor de Dios, manifestado en la Eucaristía, nos llama a ser un regalo para el mundo, especialmente para los más necesitados. Así como el Hijo fue enviado al mundo para salvarlo, nosotros somos enviados para ser portadores de su amor y su luz.
La Eucaristía y la Celebración de la Navidad
En la celebración de la Navidad, recordamos el momento en que el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros, trayendo la salvación al mundo. Esta festividad, marcada por el intercambio de regalos, encuentra su sentido pleno en el mayor regalo de todos: la presencia viva de Cristo en la Eucaristía. Los regalos que ofrecemos y recibimos en Navidad deben ser un reflejo del amor generoso de Dios, quien nos dio a su Hijo como alimento para el alma y salvación eterna.
San Ambrosio de Milán lo expresa bellamente:
"Celebraremos la Navidad no solo recordando su nacimiento, sino también participando de su vida en el Pan de los ángeles, que nos es dado como signo de su eterno amor."
La alegría navideña nos impulsa a acercarnos con corazones agradecidos al altar, donde cada Misa es una nueva Navidad, una renovación del don de Dios a la humanidad.
Conclusión
En Juan 3:16, contemplamos el misterio del amor de Dios que nos dio a su Hijo como un regalo eterno, un regalo del cielo. En la Eucaristía, este regalo se hace presente, transformándonos y llamándonos a ser reflejos vivos de Cristo. Como nos enseñaron los Padres de la Iglesia, este misterio no es solo un don para ser recibido, sino un fuego que debe encender nuestras vidas y nuestro amor por los demás.
Al meditar en este regalo, respondamos con gratitud y entrega, recordando que la Eucaristía es el regalo eterno que no solo nos une a Cristo, sino que nos llama a vivir como Él.
Les incluyo un link para que puedan descargar las Catequesis Bautismales:Catequesis Bautismales, San Juan Crisóstomo.
Para quienes quieran profundizar en estos temas, Aquíles Dejo: