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Unidad en el Amor
Padre justo, si bien el mundo no te ha conocido, yo sí te he conocido, y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos, y yo en ellos.

«Padre justo, si bien el mundo no te ha conocido, yo sí te he conocido, y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos, y yo en ellos.»Juan 17,25-26 — Biblia de Jerusalén

En este tramo final de la Oración sacerdotal, Jesús abre su corazón ante el Padre. Lo llama justo, no para subrayar la distancia, sino para confesar la fidelidad divina que salva. Aunque el mundo no lo conoce, el Hijo lo revela: Él es la puerta por la cual la humanidad puede volver al rostro del Padre.

Como enseñaba San Justino Mártir, el Logos divino ha sembrado en todos los hombres una chispa de verdad; por eso, incluso quien ignora el Nombre puede presentir su luz si busca con corazón sincero. En palabras del Catecismo, «quienes, sin culpa suya, no conocen el Evangelio de Cristo pero buscan a Dios con sincero corazón, pueden conseguir la salvación» (CEC 847).

Jesús declara: «Les he dado a conocer tu Nombre». En lenguaje bíblico, revelar el Nombre es comunicar la presencia misma de Dios. Según San Ireneo, «el Hijo se hizo visible para que el Padre se hiciera cognoscible» (Adversus haereses IV,6,6). Por tanto, el conocimiento del Padre no es idea abstracta: es comunión viva con el Verbo hecho carne, prolongada por el Espíritu en la Iglesia.

El versículo culmina en la meta del plan divino: «para que el amor con que tú me has amado esté en ellos, y yo en ellos». San Agustín comenta que el que posee al Hijo tiene también al Padre, pues ambos habitan en quien ama (Tract. in Ioann. 110,4). La redención alcanza aquí su plenitud: la inhabitación trinitaria, el amor divino morando en el corazón humano.

Unidad en Cristo, signo para el mundo

Estas palabras se enlazan con el otro clamor del mismo capítulo: «para que todos sean uno… para que el mundo crea» (Jn 17,21). La unidad visible entre los creyentes nace precisamente de esta comunión interior: el amor que une al Padre y al Hijo se derrama sobre nosotros. San Juan Pablo II enseñó que esta unidad «no es algo añadido, sino que está en el corazón mismo de la misión de Cristo» (Ut Unum Sint 9). El Catecismo (813-822) recuerda que la Iglesia es una por su fuente, su fundador y su alma; y que la plena unidad requiere conversión, oración común y diálogo fraterno.

Oración ecuménica

Señor Jesucristo, que oraste al Padre «para que todos sean uno», mira con compasión a tus hijos dispersos. Haz que el amor con que el Padre te amó habite también en nosotros, y que tu presencia nos una en la verdad y en la caridad. Que el mundo reconozca, al vernos unidos, que Tú eres el Enviado y que el Padre nos ama en Ti. Amén.

Carlos Enrique, hijo de Guido, hijo de Arturo, hijos de Dios

Fuentes y referencias

  • Biblia de Jerusalén, Juan 17,21-26.
  • San Justino Mártir, Apología I; Diálogo con Trifón.
  • San Ireneo de Lyon, Adversus haereses IV,6,6.
  • San Agustín, Tractatus in Ioannem 110,4.
  • Catecismo de la Iglesia Católica, 260, 813–822, 847.
  • San Juan Pablo II, Ut Unum Sint 9, 21–23, 96–98.

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